Carta Viajera - MARZO - 2023
Sobre hogares, incendios y rostros que dejan huella
Regresar a los lugares en donde uno fue feliz puede ser peligroso. Sin previo aviso te ves inmerso en un viaje al pasado que puede dejarte el corazón inundado de nostalgia.
Este mes de marzo volví a Madrid. Once años viviendo allí y once mudanzas dan para mucho. Por eso cuando regreso soy incapaz de pasear por sus calles sin que me asalten cientos de imágenes. Se cuelan, sin permiso, en mi mente, y soy testigo de un baile incierto entre el pasado y el presente.
Y es que Madrid tiene los rostros de personas a las que quiero grabados en sus calles. Madrid es y será siempre, y en primer lugar, mi amiga Teresa. Llegamos a la capital en la misma época, dos jóvenes ilusionadas de poco más de veinte años y el corazón lleno de remiendos. La ciudad se convirtió por fin en hogar gracias a ella.
Camino por la calle de Fuencarral, bajo un sol delicioso, y viajo en el tiempo. Los recuerdos se atropellan. Nuestras salidas épicas en el ‘69 pétalos’ y otras discotecas y garitos de Madrid. Las comidas llenas de confidencias, rutinas casi sagradas. Los paseos sin rumbo por Chamberí, por Tirso, por Malasaña. Nuestros viajes en metro, eternos, hasta la Cámara de Comercio que a veces se convertían en maravillosas tardes de pellas. Nuestros primeros trabajos, sus múltiples altibajos…
Sí, en Madrid nuestras vidas se cruzaron. Y en aquel Madrid, el de 2010, hubo noches infinitas rebosantes de diversión, mañanas luminosas en donde fuimos testigos de sueños incipientes, corazones rotos, y por encima de todo risas compartidas. Toda la ilusión y la promesa de aquella juventud la guarda oculta esta ciudad por la que ahora deambulo.
Madrid está llena de rostros queridos y también de fantasmas. La ciudad fue testigo de mis grandes amores y mis horas más bajas. Viví en sus calles algunos de los momentos más felices de mi vida y sobreviví como pude a incendios que me hicieron tocar fondo, adentrarme en abismos. En fin, vuelvo a Madrid y diferentes épocas de mi vida pasan ante mis ojos como fotogramas borrosos de una película antigua.
Como decía Proust, cuando uno ama ciertos lugares, ama en realidad las épocas que vivió en ellos. Y las que marcan nuestras vidas siempre están asociadas con rostros, tienen nombres y apellidos. Madrid no fue mi Madrid hasta que Teresa y otras personas dejaron huellas (o cicatrices) en mi alma, hasta que juntos tejimos historias por las calles de la ciudad.
Camino por la Calle Mayor y miro hacia el cielo, hoy de un azul infinito. Uno de esos que te invita a soñar.
A mi alrededor decenas de nuevos comercios llaman mi atención. Restaurantes asiáticos, tiendas para turistas, un nuevo Carrefour atestado de gente. Sigo alejándome de Sol, dejo atrás el Mercado de San Miguel. Habré pasado por esta calle cientos de veces. Entonces reparo por primera vez en una pequeña placa en la fachada de un edificio antiguo, el número 61. “Aquí vivió y murió Calderón de la Barca”. Sonrío por dentro.
Por suerte, los lugares conocidos pueden redescubrirse una y otra vez. Los ajenos convertirse en hogar. Siempre aparecen nuevos rostros que marcan las calles, los espacios; personas que dejan huella. Y un pensamiento que me ronda: mientras crezca y descubra, sigo viva.
Ya en el avión de vuelta a México, las fuertes turbulencias que en otra ocasión me incomodarían, ahora me divierten. ¿Será que vienen curvas? Ha costado, pero esa jungla inmensa, Ciudad de México, comienza a sentirse también ya hogar. Lo hace de la mano de nuevos rostros.
Nuevos comienzos. Otra época. La promesa de días felices.
Mi Madrid es como el ‘Kintsugi’:
lleno de belleza por las huellas y cicatrices doradas de la vida.
‘No se extrañan los sitios, sino los tiempos’
– Marcel Proust
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