Carta Viajera - ABRIL - 2023
Sobre cumplir años, compañeros de viaje y la práctica del desapego
Cuando comenzó el año tenía un solo propósito: dejarme sorprender. Van cuatro meses, pero confieso que el experimento no va mal. Y como muestra un ejemplo.
Este año pretendía celebrar mi cumpleaños en Las Vegas. Bastante peliculero y algo extravagante, pero estrenaba soltería y el nuevo dígito lo merecía.
Lo imaginaba a la perfección: yo con un vestido corto y sexy, mi hermana y alguna amiga. Una noche de chicas que arrancaría en un casino. Beberíamos de más, bailaríamos con personajes extraños y nos reiríamos sin parar. Nos saltaríamos normas con nocturnidad y alevosía al estilo de Sabina. Olvidaríamos el resto. Guardaría para el recuerdo fotos de esa noche épica.
Sobra decir que nunca ocurrió.
Cumplí años rodeada de desconocidos en la azotea de un hotelucho encantador en San Miguel de Allende. Un grupo bastante variopinto: tres jóvenes mexicanas, tres mujeres alocadas de Québec, un italiano de origen alemán, un americano que nos contó historias espeluznantes sobre la pesca del cangrejo real en Alaska, una talentosa fotógrafa portuguesa y una alemana que resultó ser vecina en Ciudad de México. Cómo demonios terminé allí no es relevante, llamémoslo azar. Lo cierto es que ni mis planes, ni mi imaginación podían haber anticipado este escenario.
Esa noche bailamos salsa a la luz de las estrellas y bebimos chelas en un antro con un DJ de gusto musical dudoso. Al salir había policías con ametralladoras patrullando las hermosas calles de San Miguel de Allende. Acabamos cenando de madrugada en un puesto callejero. Me ensucie los vaqueros y las Converse con salsa picante. No tengo ni una foto. Fue una gran noche, una que no olvidaré.
Llevo respirando en este planeta 13140 días. 315360 horas. Aún me cuesta creerlo. ¿Es mucho tiempo, es poco? No sabría decir. Parecen varias vidas sobre mis hombros. Al mismo tiempo, tan sólo fue un suspiro. Maravilloso y aterrador a la vez.
Serán los años (o los desengaños) pero últimamente pienso mucho en el tiempo y en la soledad. En esas palabras del novelista inglés James Anthony Froude, ‘venimos solos al mundo, nos vamos solos del mundo’. Cuanto más reflexiono sobre ello más valor le doy a los vínculos que establecemos a lo largo de la vida.
A nuestros compañeros de viaje. Personas principalmente, pero también creencias profundas, miedos, lugares, hábitos, pasiones, libros, películas, canciones, otros seres vivos, áreas de conocimiento… Pienso en cómo nos vamos construyendo sin fin a través de ellos. Algunas veces nos acercan a la belleza, otras nos conducen a la oscuridad, pero siempre nos conectan con la vida. Son la vida.
Algunos los elegimos, otros nos son dados, en ocasiones simplemente colisionamos contra ellos. Los hay fugaces o azarosos. Unidos por la sangre, la costumbre o la inercia. Hay vínculos ya rotos que aún encadenan almas. Los hay desterrados, también reparados. Patológicos o sanados. Los hay eternos.
Todos me parecen de repente llenos de belleza, todos valiosos. Nos dan forma en un baile que no acaba. Y en ese intercambio la soledad juega su papel.
La temida y anhelada soledad. Qué importante se me antoja últimamente quitarle capas, acercarme a ella. Intuyo que la soledad bien habitada no es más que la práctica constante del desapego. Y una paradoja: ¿será que el desapego nos permite zambullirnos de lleno en la existencia? Libres, selectivos, generosos.
Este mes de abril visité San Miguel de Allende en México, pero también San Diego en California. Universos completamente diferentes, repletos de similitudes. Viajar siempre me recuerda que andamos sobre superficies inestables. Que la mayor parte de nuestras certezas son construcciones frágiles. Que toda seguridad que nos cobija es parcial, limitada, temporal. Benditas (y malditas) ilusiones.
Cumplir años me remueve. Me digo a mí misma que es una suerte estar aquí (todavía). Me recuerdo que tan solo estoy de paso. Me repito una frase de Boep Joeng, un monje zen koreano: ‘todos los días, mientras morimos, debemos renacer’. Me maravilla esa capacidad humana de construir sobre las ruinas.
Van 36 años y siento algo de vértigo. Nada se parece a lo que había imaginado. Y de una forma extraña eso me resulta delicioso. La vida como un juego.
Quiero gastarme. Ser consumida por la vida, una y otra vez, hasta apagarme.
‘¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción’.
– Calderón de la Barca
Comments